viernes, 28 de noviembre de 2025

A noche

Anoche, cerca de las diez, escuché unos golpecitos suaves en mi puerta.
Al principio pensé que era el viento, pero luego escuché un sollozo. Cuando abrí, ahí estaba ella: mi vecina de 78 años, con la bata puesta y las manos temblando. Lloraba en silencio, me pidió entrar “solo un momentico”, porque según dijo, no quería estar sola ni un segundo más. Apenas se sentó en la silla de mi comedor, me contó por qué había salido así, a esas horas. Su esposo, de 80 años, llevaba meses despertándose de madrugada y saliendo de la casa sin avisar. A veces regresaba a los veinte minutos, otras veces tardaba una o dos horas. Y cuando volvía, no recordaba dónde había estado, por qué salió, ni qué hacía en la calle. Ella trataba de fingir calma para no empeorarlo, pero en realidad dormía a medias, pendiente del sonido de la puerta, pendiente de si él respiraba, pendiente de todo. Me dijo que esa noche lo escuchó levantarse del sillón donde se había quedado dormido viendo televisión. Caminó hacia la puerta como si fuera automático. Ella lo alcanzó a detener, pero él insistía en que “tenía que ir a mercar”. Cuando por fin lo convenció de volver a acostarse, él se quedó dormido y ella quedó temblando, con el temor de que esta vez no volviera. Por eso vino a buscarme: no porque quisiera molestar, sino porque tenía miedo de cerrar los ojos. Me contó que viven solos desde hace años. Sus hijos están en otras ciudades y llaman de vez en cuando, pero ninguno vive cerca. Ella misma ya no tiene la misma fuerza para mover la puerta pesada si él intenta salir. Y aunque ha querido llevarlo al médico, él se niega, dice que está bien, que son “cosas de la edad”, y que no quiere que lo estén revisando. Aun así, ella siente que algo está mal. Mientras hablaba, miraba hacia la ventana como si temiera que él apareciera buscándola. Me dijo que ese es su mayor miedo: que un día él salga, se pierda, no recuerde el camino de vuelta, o que alguien lo encuentre desorientado en la carretera. Recordó una vez en que él apareció a dos cuadras de la casa, en pantuflas, diciéndole a un vecino que iba “para donde su mamá”, que lleva ⚰️ más de treinta años. Cuando ya llevaba un rato aquí, respiró profundo y me dijo que no quería regresar sola a su casa. Me pidió que la acompañara hasta la puerta, que la ayudara a asegurarse de que él siguiera durmiendo. Caminamos despacio, la acompañé a revisar que él estuviera ahí, recostado en la cama. Y cuando me despedí, ella solo alcanzó a decirme: “Gracias por abrirme… hoy sentí que si me quedaba sola, me iba a derrumbar.” Y me quedé pensando en eso: en lo solos que pueden estar dos viejitos en la misma casa, sin que nadie lo note. Y eso, me provocó tristeza, porque para allá vamos todos, y algunos estaremos solos. Historia de una seguidora ✨ #lolamata

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